Hace mucho que no escribo una cuartilla. No se cuando fue la última vez. Estoy seguro que las nuevas generaciones no tienen idea de cuantas palabras se necesitan para llenar una cuartilla. La temible hoja en blanco que enfrentamos alguna vez en nuestras primeras talachas en la vida del día a día de un reportero. De la exigencia del sabio tirano jefe de redacción que nos urgía desarrollar una historia completa desde el ‘gancho’ del primer párrafo hasta el corolario de la idea en una sola cuartilla. Si puedes hacerlo en menos, mejor, te decía el que no tenía problemas para hacerlo. Si el podía resumirlo en seis palabras para el título, lo demás para esos maestros era un día de paseo en el parque.
La palabra esta última del corolario no la aprendí en la sala de redacción sino en las clases de matemáticas de mi entrañable maestro lasallista, Manuel Padilla Muñoz. Una cuartilla puede y necesita dependiendo del autor,un rango que va de las 250 a las 300 palabras. Hoy esa extensión está prohibida en las nuevas formas
de la comunicación escrita. Mis hijos hace mucho me lo explicaron con una sinceridad brutal y terriblemente abrumadora. – Que hueva da leerte papá… Así sin darme cuenta me cayeron encima los años, devorado por los que luego se convirtieron en expertos de los pies de foto para Facebook, los casi inexistentes de Instagram, y las treinta y más tarde sesenta para Twitter antes de que su nuevo dueño la adquiriera.
Hace unos meses Jorge Ruiz Chan, el responsable e implacable productor de este website, se echó a hombros la grande tarea de reeducarme y entrenarme con la tenacidad de un viejo y aporreado boxeador que quiere una vez más subirse a un ring antes de morir. Nada sencillo para un ‘old timer’ comprometerse con mucha paciencia, a enseñarme desde el principio, ABC de cada una de las herramientas que hoy día rifan y dominan la comunicación digital. Tras aceptar mi necedad de respetar el ADN original que ha marcado mi trabajo despojado siempre de la formalidad clásica y reconocida, aquí estoy de nuevo en el camino sabiendo que este espacio contenga en cada uno de sus botones de búsqueda, un poco de dulce, otro agregado de chile, otro tanto de manteca y por supuesto una ligera pizca de me vale madre la vida. No ha sido fácil.
Aunque aprendí a redactar telegramas en diez palabras porque eran los más baratos, me gusta por tradición correr la pluma y vencer la holgazanería que me ha impedido por ejemplo y entre otras tantas cosas, darle forma a las memorias de mi viaje en motocicleta de seis meses hasta Usuhuahia en lo más profundo de la Patagonia Argentina. En esta primera entrega echaré guante de un clásico de los cientos, quizá miles que el presidente que termina (GAD) en unos días patentó. Ténganme paciencia
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